SALVADOS POR LA CAMPANA
El pasado domingo 15 de mayo, se celebraban los festejos de San Isidro en Madrid, y tenían lugar unas fiestas muy conocidas en mi provincia. Más yo decidí ir a un lugar que no es mi ciudad natal pero si mi lugar de origen: Gijón. El viaje fue causado por que ese mismo día acontecía en este precioso municipio el partido más esperado por todos aquellos que tenemos el inmenso orgullo de llamarnos sportinguistas. Mi Sporting se jugaba la permanencia a una sola carta, bueno realmente a tres, jugábamos en Vallecas y en el Villamarín, además de en nuestro amado Molinón, ya que no dependíamos de nosotros mismos.
Fue Jony, al cual nuestra maravillosa directiva ha decidido exportar como un diamante en bruto, quien en el octavo minuto anotó el primer tanto, el cual tan solo fue un aperitivo de lo que se avecinaba. Cuando sonó el pitido que ponía fin a la primera mitad de boca del colegiado Undiano Mallenco, yo fui a por palomitas y bebidas al bar, con el conocimiento de que con esta victoria y el empate que se daba en esos momentos en el Villamarín estábamos otro año más en primera, y la verdad, lo veía justo.
De pronto, sin saber por qué, mientras comentaba la situación con mis padres, el campo gritó como si hubiéramos marcado gol, aunque el grito era aún más fuerte, era como si hubiera marcado el Betis, y así era. Sin embargo, tras unos minutos de gran tranquilidad, nos sacudía otra bofetada de realidad, y es que el Sporting si triunfa es sufriendo, lo cual es muy bonito de puertas para fuera. Al Villarreal le bastaba un solo gol para que se quedara el Rayo, equipo que siempre me ha despertado una gran simpatía, aunque no la suficiente como para preferirle antes que al Sporting, no nos volvamos locos. Pero pronto una internada más por la banda izquierda, muy peligrosa, que aprovechó el jugador de los momentos importantes, el que siempre pasa desapercibido, el de las obras de arte, el de la media tijera-bolea en Getafe, el brillante Sergio Álvarez. Éste enganchaba un balón cercano a la frontal de aérea para hacer el 2-0, que daba una paz absoluta al estadio más antiguo de España.
Tras el gol nosotros sólo queríamos que acabara el partido, no veíamos pasar el tiempo, el reloj de mi muñeca, que sustituía al cronometro del cartel luminosa, estaba congelado, no avanzaba, parecía haberse roto. Y de repente, el pitido soñado, mejor dicho los tres pitidos soñados, uno por el campo en el que jugábamos, otro por cada año que estuvimos en el infierno de segunda que tratábamos de evitar, y otro más por todos los que gritamos en ese momento de alegría, de pasión y de libertad. Y entonces vino la invasión del campo, el show de cada uno de los jugadores que amamos, vino Dani Ndi en muletas, un Bernardo que habíamos echado mucho de menos, Halilovic con una botella de sidra en la mano (y es que cuando interesa se aceptan rápido las costumbres), vino el capi Alberto Lora con una camiseta honrando la memoria del maestro Manolo Preciado, el Pichu Cuéllar exaltado como nunca se le había visto y, como no, nuestro guía, el gran Don Abelardo Fernandez Antuña; y lo demás, es historia.